Hombrecillos verdes
Una visita en clave de humor a las imágenes clásicas de la ciencia ficción.
lunes, agosto 13, 2007
Minelarismo, o como sea.
A la temprana edad de treinta años empecé a preocuparme por lo que quería hacer en la vida.

En buena parte desorientado por mi excesiva facilidad para dar buenos primeros pasos en casi cualquier disciplina (palabra que me aterra) como bien acreditan mis varias matrículas de primer curso en múltiples carreras, no acababa de decidir la profesión a la que me orientaría; sólo tenía clara una cosa: habría de ser una vocación, una misión que pudiera sacar de mi complejo y fértil intestino intelectual lo más brillante de mis talentos.

¿Y qué era mi mejor talento, lo que mejor se me daba, por lo que era más conocido ya entonces en mis círculos?

Contar trolas, me dijeron todos mis amigos y conocidos.

Yo hubiera querido decir lo mismo con otras palabras, pero cuando yo digo algo nadie me cree nunca, cosa que me aflige.

Entiéndaseme: hay mentiras y mentiras. Pese a que (también) tengo unas buenas dotes interpretativas y he sido un actor aficionado bastante notorio - ay, mi memorable interpretación de Falstaff en la versión refundida de Enrique IV, con los jarros llenos de vino de verdad, incluso en los ensayos, lo que le daba a la obra no poca verosimilitud y animaba un montón el cotarro - entre otras cosas porque me aprendo los diálogos enseguida (y no como otros) soy un completo negado para la mentira social, nunca he sabido por qué. Tal vez por distracción, puede que por desdeñoso orgullo: al fin y al cabo las mentiras sociales (las que los hipócritas de los curas llaman piadosas) tienen un algo que desde un punto de vista estrictamente lógico y vulcano no deja de parecer abyecto: suelen ser una forma de sumisión, de acicalamiento mutuo con la lengua entre grupos de primates con los culos llenos de bichos (aparte de que son conductas con unas bases psíquicas que sospecho instintivas, un instinto que, para bien o para mal, a mí me falta).

"¡Qué guapa estás hoy!" "¿Te has cambiado el peinado?" son las cimas de mi hipocresía en estas lides, y ésas sólo por fines realmente importantes, como el sexo imprescindible para una buena salud. Por el trabajo, la estima vecinal o el cariño de mis parejas no voy a rebajarme a eso, por Dios. Todo lo más, puedo adoptar tácticas de supervivencia basadas en el camuflaje, que la Inquisición, la KGB y los martillos golpean siempre en el clavo que sobresale, y desde luego, puedo montar alrededor de una chica toda una disneylandia virtual de romanticismo y poesía, sobre todo en una fresca y fragante noche de primavera o bajo las estrellas fugaces una noche de agosto al olor de la madreselva y el látex. Pero no se puede interpretar eternamente, y ¿quién sería tan tonto de querer vivir toda la vida en Disneylandia, aunque sólo sea por la mala leche que a todos nos da tener que hacer cola?

Pero las trolas, las mentiras disparatadas, sin interés económico, las historias cuyo grosor y6 calibre están cuidadosamente concebidas para pasar bien, pero ser levemente incómodas al tragar, de forma que la víctima crea pero sospeche (porque si son demasiado fáciles y el crédulo se queda bien contento no es nada deportivo, sería como torear armado con un rifle) las fábulas, los bulos, los rumores llamativos pero nunca maledicentes, el fuego de artificio, la chispa que arde en el vacío, el humor prosaico pero absurdo, la pompa de jabón que vuela y vuela, el arte por el arte, ay, los camelos y arabescos de follaje, los alatruques y las ilusiones ópticas, la creatividad sin atadura, ésas, cómo me gustan, cómo me gusta con ellas obsequiar a mis amigos.

No sólo de forma oral; cualquier medio de transmisión servía, y todos tenían su aliciente: teléfonos y porteros automáticos, cartas que afirmaban ser de una ex-novia, facturas de una empresa fantasma, una carta supuestamente en cadena que amenazaba con graves reveses si no se cumplían ciertas condiciones pesadas y ridículas, apoyando sus amenazas en arcanas profecías amerindias que una persona supersticiosa, una en concreto, bien podría interpretar como inquietantemente alusiva a su persona (carta cuyas copias, para mayor credibilidad, se ingresaron en todos los buzones del edificio) Sería muy largo detallar más ejemplos concretos, además de que no estoy seguro de que las mayores muestras de mi ingenio hayan prescrito y no vaya a tener algún problema.

Dado que estaba claro que ése era mi principal don, y que además, me hacía disfrutar especialmente, empecé a planear seriamente sobre esta orientación mía, y medité de qué forma podría yo ganarme la vida con mis ficciones, con un cometido que, aunque sabía que no era nada fácil, potencialmente me proporcionara soltura económica y respetabilidad social, y, por otro lado, tuviera un tinte altruista, que aportara a los demás un poco de alegría y consuelo a sus miserables vidas, dándoles un poco de lustre e ilusión, proporcionándoles una ficción más bella y alegre que la realidad en la que pudieran refugiarse aunque sólo fuera por un rato.

La elección estaba clara: decidí fundar una religión.

Aunque para empezar, me conformaría con crear una secta. Puesto que estábamos a finales de los 90, era obvio (y rentable) que fuera de temática milenarista.

Ya tenía cierta experiencia en estos menesteres. Por una parte, había tenido mucho trato con el Opus Dei y con el fundamentalismo islámico (todo el Islam es fundamentalismo islámico, en una primera aproximación); por la otra, había asistido (desde dentro) a los últimos estertores del "Fenómeno Ummo", a finales de los 80, cuando la gente decente que estaba detrás del tinglado se dió completa cuenta de que aquello no iba a servir para estudiar a largo plazo el comportamiento de las ilusiones colectivas y de paso, ridiculizar, aunque no de forma necesariamente hostil, la credulidad de ciertos ufológos, sino sólo para suministrar armamento intelectual gratuito, basto pero efectivo, a personajes que eran sinvergüenzas potencialmente muy dañinos, como aquel sádico pedófilo e hijo de puta que marcaba a fuego a sus víctimas el signo del planeta (parecido a una psi, o a un tridente de Neptuno bifronte) y no era eso lo peor que hacía con ellos, o aquel famoso escritor y "periodista" que copiaba íntegros párrafos completos de nuestros manuales técnicos trabajosamente pergeñados y difundidos sin interés económico, y los hacía pasar a su ambigua conveniencia, ya por ficción ambientada en la época de la Crucifixión, ya por fruto de una "seria" "investigación" "periodística", pero en todo caso, obra suya a todos los efectos de royalties, lo que jode mucho si tú trabajas gratis.

Como se me acerca la hora de la siesta, aligeraré los pormenores de la secta-religión milenarista que me disponía a fundar (marzo-abril de 1999 era una fecha crucial, por motivos astronómicos verídicos que propongo como acertijo a cualquier buen conocedor del tema), y sólo contaré de ella que no propugnaba un minelarismo (o mineralismo) oscuro, sino lleno de esperanza para toda la Humanidad, ya fuera creyente en la Verdad que me había sido revelada y que yo estaba dispuesto a compartir, o no, aunque, eso sí, con un destino discriminatorio en los niveles más altos de realización de la Promesa Mesiánica, porque la gente sólo paga para pertenecer a un club si cree que es exclusivo y va a sacar algo de ello (en el Mundo postmilenario no habría guerra, pena ni hambre, pero se insinuaba que todavía habría cierta capacidad para dar envidia a la vecina).

Daré también un simple detalle organizativo:

Yo había tenido contacto con algunos miembros numerarios del Opus, profesionales brillantes y tremendamente laboriosos, a los que la Obra despojaba hasta del último duro de sus sueldos con el pretexto del voto de pobreza. Aunque pretendía que, a largo plazo, la estructura celular, pero vertebrada a alto nivel, de mi Organización se pareciera a aquélla, ni en mis épocas más inmorales y pícaras de gurú religioso vi ético, ni conveniente, un expolio como aquél. Los miembros, incluso los más fieles y comprometidos, deberían tener un dinerillo para sus gastos, y no poco. Suponiendo que fueran profesionales de alto nivel, deberían poder quedarse con, digamos, unas ciento sesenta o ciento setenta mil pesetillas, que antes del euro daba hasta para salir a cenar todos los sábados e ir al cine.

Así me planteaba yo el futuro inmediato: rodeado de gente joven, cualificada, capaz, llena de esperanza, todos con un sueldecillo de ciento sesenta mil pesetas con el que les deseaba de todo corazón que se las arreglaran para ser muy felices.

No me daba cuenta entonces de que, recurriendo al milenarismo, acababa de inventar el mileurismo.

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escrito por Ignacio Egea @ 5:50 p. m.  
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