El bando atacante se alternaba por días. Cuando era el turno de Yevas, los de la opulenta ciudad de murallas con pan de oro y gemas incrustadas, en la ribera occidental del río, usaban sus gigantescas catapultas para lanzar sin riesgo miles de proyectiles flamígeros que volaban sobre el ancho río cuyos peajes estaban en disputa, e incendiaban enormes sectores de las pobres cabañas de la ciudad enemiga de Tula causando pánico y desolación.
Cuando Tula tenía la opción de atacar, solía ser más variada e imaginativa. No podían costearse sólidas murallas ni catapultas, pero les sobraba gente desesperada, que a veces se derramaba sobre los muros enemigos intentando expugnar sus defensas, o daba audaces golpes de mano con cientos de comandos nadando asidos a odres que se lanzaban sobre el puerto e incendiaban los mercantes allí anclados con graves pérdidas de vidas y dinero. Una noche de viento favorable hicieron volar cometas incendiarias que causaron la ruina de dos palacios en Yevas: el coste de lo perdido allí era varias veces el del entero valor de Tula, la de las míseras tiendas y barracones.
A intervalos regulares estaban previstos días de tregua, que se aprovechaban para reconstuir y comerciar. Esta extraña guerra de reglas tan estrictas se alargó por generaciones, y tal vez no hubiera durado tanto de haber sido menos acordada. Pero tal vez, en ese caso, los daños hubieran sido mucho mayores, el rencor más profundo, y la paz imposible.
Finalmente, un invasor afortunado conquistó y unificó ambos reinos, y estableció su capital en las dos ciudades, reunidas, y al fin comunicadas, por un puente de barcas. La nueva ciudad también incorporó ambos nombres, y de la disputa del pasado sólo quedó una competición anual de carreras y otros juegos a lo largo del puente, que enfrentaba festivamente a los dos barrios de la reconciliada ciudad de Tula-Yevas. Etiquetas: Epiciclos |