Hombrecillos verdes
Una visita en clave de humor a las imágenes clásicas de la ciencia ficción.
martes, marzo 15, 2005
Costa Terminal.
Dijo un poeta de uno de tantos pasados posibles que las orillas son la tierra de nadie donde se vigilan dos ejércitos enemigos, prestos a una batalla que nunca empieza, en una guerra que nunca termina. Esta sensación de límite inestable, de frontera difusa, resulta particularmente opresiva en esta Costa Final, donde termino la descripción de mi viaje.



Éste es un lugar donde terminan el mar y la tierra. Escribo esto sentado sobre un banco tallado en la roca, desde los acantilados más altos que rodean el mirador de Erich Zahn, en el Hotel del Sol Poniente. Convertiré este último capítulo de las memorias de mi periplo en una guía de viajes y diré que éste es un establecimiento hermoso, pero decadente, y que su situación y su famoso mirador son lo que promete la publicidad, salvo en una cosa: la vista es magnífica y la playa, cercana, pero sólo cercana en vertical, y muy poco accesible si no tienes alas ni automóvil. Dicho inconveniente lo he observado en muchos hoteles de muchas costas, desde Tenerife hasta Peñíscola, pero nunca en uno tan famoso. Este establecimiento es, hoy por hoy, pese a todo, un alojamiento poco concurrido y de precios muy razonables. Y el mirador de Erich Zahn no decepciona: en los días despejados puede verse que en esta costa no sólo terminan mar y tierra.


La ilusión intrínseca a todas las líneas de horizonte de todos los paisajes de que el mar se encuentra con el cielo es aquí un hecho completamente real. El agua y el aire, el cielo y el infierno, el espacio y el tiempo, todos convergen aquí en un borde tan agudo, pero al mismo tiempo tan confuso, que hasta esta costa hay quien ha llegado viajando más veloz que la luz en una nave de tecnología Trascendente, al tiempo que en los muelles se oxida lentamente una antigua cápsula soviética cuya pérdida y la de su héroe anónimo fueron mantenidas en secreto en su época. Muchos se han teletransportado hasta aquí, con muy diversos fundamentos tecnológicos, desde el taquión hasta l azufre; también es éste el punto último del trayecto de las máquinas del tiempo con fallos en los frenos, y cuyo final había sido siempre un misterio. Hasta aquí llegan los engullidos por los pozos sin fondo, que suelen quedarse mirando los rótulos de neón de las tabernas porturias con los ojos de asombro de los ahogados, pero también hay quien llegó plácidamente navegando a vela en su cutter de recreo, o impulsado por alas hechas de plumas de pájaro que chorreaban de sudor y cera ardiente en los últimos metros de camino.


Como todo espacio termina en esta costa, el que llegue hasta aquí debe dar la vuelta para seguir viajando. Pero en este punto también termina el tiempo, y de ello no hay vuelta posible. Todos los parajes adyacentes a este Finis Terrae están situados en el pasado. Como dice una broma recurrente entre los vendedores de coquinas y todo tipo de utensilios recogidos de la playa, que llenan con sus tenderetes todo el Paseo Marítimo, “Todo mundo exterior es anterior”. Esta visión de todas las realidades menos inmediatas como algo del pasado, irremediablemente perdido, está firmemente arraigada en la actitud de todos los moradores y oscurece la visión de todo lo que uno se encuentra, hasta en los días más luminosos. La costa está jalonada de restos de naufragio, inidentificables de puro decrépitos; todos los rincones soleados del Paseo los ocupan los marinos retirados que dejan pasar la vida mirando las olas y esperando en vano; la arena de la playa alberga infinidad de cascos de botellas arrojadas al mar que rinden al fin viaje en estas playas portando mensajes que perdieron toda importancia hace mucho. Los pequeños transistores de los ancianos marineros captan con frecuencia radiofaros y señales de los fracasos SETI de una miríada de civilizaciones perdidas, que se mezclan y se modulan en un suave zumbido de fondo deformado por el efecto Doppler, como ruido de microondas que ensucia levemente las habaneras lentas y melancólicas de las emisoras locales. Casi todos los mensajes hallados en botellas son memorias póstumas.


Los mensajes recuperados de la playa mejor conservados, o más curiosos, se venden y se exhiben en los tenderetes del Paseo Marítimo, entre otras muchas antiguallas. Los hay de todos los tipos, de breves súplicas de auxilio garrapateadas con sangre y un junquillo, a interminables memorias de loco escritas por Emperadores de Todo el Universo felizmente derrocados que se eternizaban en su destierro. Hay conjuros de ignotas deidades en alfabetos desconocidos y hay listas de lavandería taquigrafiadas descuidadamente la víspera del Apocalipsis Nuclear. Hasta la crónica de la época más avanzada en el futuro que pudiéramos imaginar se encuentra ajada, impresa en volúmenes descoloridos y con los lomos ajados, y habla de sucesos de una grandeza cósmica que, desde tan gran distancia, nos parecen muchas veces triviales entretenimientos de jóvenes, y las guerras interestelares donde razas se alzaron y desaparecieron se nos aparecen teñidas de un suave color ingenuo, veladas por los humores de la nostalgia.


Ese humor nostálgico y complaciente del que el visitante acaba, inevitablemente, contagiándose, encubre muchas de las miserias de esta vida precaria de náufrago jubilado, de mercader de pecios, de turista obligado en este fin del mundo. Paso los días paseando y escribiendo, yo también, mis memorias. Lleno largas resmas de papel los días de tormenta que algún día adornarán el surtido de un tenderete y tal vez intriguen, o aburran, a mi sucesor en una habitación de este hotel semidesierto. Cuando me canso de pasear y de escribir, y de mirar el horizonte, me emborracho con el Cosmonauta perdido y cantamos y luego dormimos la mona en la arena, donde el amanecer nos encuentra haciéndole compañía a los jubilados. Tarde o temprano me cansaré de esta vida, o tal vez me pidan un pago a cuenta en el hotel que no podré afrontar, y me convertiré en un vagabundo . No quiero la vida del anciano que descansa de hacer nada en un banco del Paseo, ni me atrae vivir rebuscando entre despojos y estafando a mis sucesores con quincalla. Como último testimonio de mi paso por la tierra encuadernaré estos diarios y dejaré que sean uno más en las pilas de libros de los puestecillos, y mis últimas palabras conocidas criarán polvo y ácaros en compañía de las de César, las de Burton, las de Arturo y las de Fernández. Y tal vez con lo que me den por ellas y con mis últimos fondos haga un acopio de final de libros y hojas manuscritas, y con ese material armaré un gran barco de papel en el que perderme por el horizonte como un soldado de plomo o un mosquito de una canción infantil.


Porque todo sirve para navegar, aquí, en la Costa donde convergen mar y tierra, espacio y tiempo, trivialidad y eternidad, la Costa del Sol Poniente, la Costa Terminal, la Costa de Moyano.

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escrito por Ignacio Egea @ 9:25 p. m.  
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