Hombrecillos verdes
Una visita en clave de humor a las imágenes clásicas de la ciencia ficción.
jueves, junio 15, 2006
Cuento de hadas de otro mundo.
Nadie sabía si vivía en este mundo; apenas hablaba, y cuando miraba no parecía verte. Su vida era la música, su única compañera real, la flauta. ¡Con qué maestría arrancaba notas increíbles, en ejecuciones inverosímiles! Nadie que lo oyera tocar una alegre giga podía evitar correr en pos de él por el camino, saltando y bailando, mientras él encabezaba la comitiva con su mirar extraviado y sus andares torpes, distraídos.

El poder de su flauta sujetaba a hombres y animales; si quería, podía emitir horrísonas barahúndas que irritaban a los pájaros o desquiciaban a los perros. A petición del Concejo de su ciudad, en un sólo día de soplar y recorrer las calles con sus sones espantosos, hizo huir a todas las ratas hasta el río más allá de las murallas, en cuyas riberas permanecieron hasta que se las llevó la crecida de una tormenta de primavera. Pese a ese acto notable que llevó a cabo desinteresadamente, los burgomaestres, apenas libres de esa plaga, decidieron que también quisieran verse libres de aquella extraña presencia, de ese ser desabrido y extraño que quién sabe si tenía tal poder por brujería, y lo desterraron de la ciudad.

Vagó por los páramos solo e indefenso, inspirando pena a los lugareños que antes lo acompañaban y cuidaban a cambio de sus amenidades en las fiestas, y que no osaban acercársele apercibidos por el Concejo y por la Iglesia; no sabía cuidar de sí mismo, sólo de su flauta, y cada día se lo veía más flaco y enfermizo, hasta que por fin, dejo de ser visto y corrió la voz de que se había perdido en los pantanos.

Su flauta se oyó, meses después, en las lindes del prado donde los del pueblo celebraban la romería de San Juan. Los niños que jugaban y hacían corro en torno de la hoguera oyeron de repente una melodía finísima y sublime, que los duros oídos de los mayores a duras penas captaban. En mitad de la noche todos los niños del pueblo desaparecieron a toda prisa y se marcharon bailando en la oscuridad hacia las ciénagas al sur del río, de donde ninguno salió ni volvió a su familia, y una pena indescriptible se abatió sobre los lugareños, que lamentaron su ingratitud y su duro corazón con aquel muchacho que, tan de vivir en su propio mundo, forzado estuvo a participar en las desgracias en las que tanto abunda el nuestro.

Y aquí termina la historia del autista de Hamelín.

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escrito por Ignacio Egea @ 12:40 p. m.  
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